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MANDAR Y OBEDECER


Tomado de: Matrimonio y reparto de poder (resumen)

Adentrémonos por ese oscuro, tortuoso y complicado laberinto que es la distribución del poder en el ámbito de la conyugalidad.

Las quejas femeninas

Las mujeres apelan a la ingratitud del varón al no reconocer las muchas y fundamentales tareas domésticas que ellas realizan; al oscuro y desconsiderado trabajo que, sin apenas validez social, llevan a cabo para sostener la paz, concordia y buena marcha del hogar; a sus buenas habilidades para comprar lo mejor y más barato; a sus excelentes dotes como administradoras; a la magnífica acción educadora por ellas desplegada sobre los hijos, compatible casi siempre con la total ausencia de los esposos.

Ciertamente, en este punto tienen toda la razón. Pero a ningún observador experimentado se le esconde que la extensión del poder femenino en el ámbito conyugal no se restringe sólo a estas funciones domésticas a pesar de que, por su importancia, resulten imprescindibles y por ello irrenunciables.

Hay otros muchos sectores, ausentes las más de las veces en estas reuniones informales, en los que la prepotencia de la mujer resulta insoslayable. Me refiero, claro está, a su función de determinar dónde pasar las vacaciones, a qué colegio irán los hijos, cómo ha de vestirse el marido, cuáles amigos invitarán a casa… y esos cien mil detalles, en apariencia minúsculos, que constituyen el tejido precioso y sin costura de la convivencia familiar de cada día. En este punto, el poder latente y sumergido de la mujer, suplanta cualquier alternativa por parte del varón.

Las quejas masculinas

Los varones, por su parte, se quejan de lo penoso que es salir cada día de casa en busca de los necesarios recursos económicos; de las incomprensiones y competitividades que han de soportar en su lugar de trabajo; del estrés al que están sometidos, tal y como se ha configurado la actual sociedad; de la enojosa y pesada responsabilidad que gravita sobre sus espaldas; de la ausencia de reconocimiento familiar respecto de lo arduo de su tarea, cuando precisamente la entera sociedad lo magnifica.

Si él nunca está en casa, ¿cómo puede conocer el reparto de poder que allí se opera? El encubierto poder atribuido a la mujer pasa por el silente absentismo del marido en el hogar. El juicio versa aquí también sobre actividades y decisiones que él no sabe ni hace y que, no obstante, sí que atribuye a su mujer. El juicio (abstracto) califica esa ingente multitud de actividades domésticas (concretas) que él desconoce por completo. Por eso, aunque se hable del “poder encubierto” de la mujer en el hogar, hay que poner de relieve la “interesada ausencia”, no menos encubierta, de los varones.

A la mujer se le atribuye el poder interno (el del hogar), mientras al varón se le ubica en otro “locus” (calle, empresa, política).

Cuando el poder es así entendido como un contraservicio dominador sobre el otro acaba por desvirtuarse.

Poder, mandar y obedecer

La sociedad actual magnifica la labor de quienes mandan y minimiza la de quienes obedecen. Pero esto sucede porque ignora qué significa mandar y obedecer. Mandar y obedecer son funciones que se exigen recíprocamente. Si no hubiera nadie que obedeciera, sería imposible y no habría “de facto” nadie que realmente mandara. Y al contrario: si no hubiera quien mandara, tampoco habría quien pudiera obedecer.

Mandar y obedecer debieran entenderse como la síntesis de dos o más voluntades que, amalgamadas entre sí, se articulan perfectamente, de tal modo que se funden sin confundirse. El hombre es el único animal que puede obedecer, pero su obediencia no se olvide, por ser humana, ha de ser inteligente y libre. Esto quiere decir, que quienes obedecen han de disponer de tanta información como quienes mandan.

En el ámbito familiar el anudamiento de las voluntades de los cónyuges es todavía más férrea, por cuanto es expresión de ellas un nuevo ser el hijo, que trascendiendo a ambos y a pesar de ser libre, no obstante, debe someterse a ellos. Acaso por eso, los cónyuges deberían buscar más lo que les une que lo que les separa, al diseñar la división de poderes en el ámbito familiar.

Hombre y mujer son diferentes y, sin embargo, iguales. El sentido de esas diferencias se encuentra, precisamente, en la complementariedad y no en la competitividad. De ahí que deban buscar entre ellos la suma y la multiplicación, y no la resta y la división.

Y no sólo eso, sino además conocer y conocerse mejor, de manera que la distribución de funciones y papeles entre ellos sea lo más acorde posible con sus respectivas habilidades y destrezas, En el matrimonio tanto monta la mujer como el varón.

El poder como servicio

En el matrimonio hay que concluir que el saber no es el poder, que el poder no siempre se identifica con el saber, y que el saber que realmente es tal, es el que genera un poder entendido únicamente como servicio: saber para servir.

¿Para qué serviría que ambos cónyuges supieran mucho, si sólo gastan su poder en hacerse la guerra, en procurar cada uno quedar por encima del otro? Proceder de esta forma, ¿no constituye acaso la peor de las ignorancias, aquella que salpica todo de sufrimiento y dolor, colmando de injusta infelicidad incluso a los propios hijos? ¿No constituiría un auténtico saber aquel que los cónyuges emplearan en servirse, en complementarse y perfeccionarse recíprocamente, en buscar lo que les une y no lo que les separa?

No; lo que subyace en el corazón del hombre y la mujer, lo que en verdad funda esa unión y sale garante de un justo reparto de poderes entre ellos es el corazón, la poderosa razón del amor, el más poderoso poder: el poder del amor. Acaso por eso el maestro Eckhart tuviera razón al sostener que “el máximo poder del hombre consiste en no utilizarlo”…, especialmente, cabría añadir, en no hacer de él un mal uso contra las personas a las que se ama.


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