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LA FELICIDAD, CONSECUENCIA DEL AMOR. No feliz, sino bueno.





LA FELICIDAD, CONSECUENCIA DEL AMOR

No feliz, sino bueno.

La felicidad, recompensa no buscada.


TOMÁS MELENDO GRANDOS

◦ Sabemos ya por qué la búsqueda expresa y directa de la propia felicidad-dicha resulta estéril, y no engendra más que desventura: como

◦ El hombre únicamente puede perfeccionarse cuando procura el bien del otro, convertir el propio bienestar en fin último y objetivo supremo de la existencia, con exclusión de cualquier referencia significativa a los demás, conduce inevitablemente a la frustración como persona y, con ella, a la desazón más íntima, al vacío interior, al hastío y al sinsentido… y a veces incluso al suicidio.

◦ Conocemos, pues, los tristes motivos del inevitable fracaso del egoísta. Al perseguir obsesivamente la propia dicha, se centra de manera absoluta en sí mismo. Como consecuencia ineludible, deja de amar a los otros, amor que, como hemos visto, constituye el fundamento único e irremplazable de la felicidad. De este modo, al concentrarse únicamente en el bien-para-sí de la dicha, se aparta del fundamento de su perfección, el amor a los otros, y ya no puede sobrevenirle (como efecto no buscado, que es el único modo de que esta se produzca) el efecto-felicidad.

◦ Comprendemos ahora mejor lo que en momentos anteriores habíamos sugerido: según expresión de Armando Palacio Valdés, «la vida no se nos ha dado para ser felices, sino para merecer serlo». La felicidad no es algo que propiamente se alcance, sino, por decirlo así, una recompensa por lo que hemos logrado… y que no andábamos buscando.

◦ Y advertimos también la profunda verdad de las siguientes palabras de Carlos Cardona: «Esencial y radicalmente no he de querer ser feliz, sino bueno. Y es así como además (subrayo el además) seré feliz».

Convicciones, todas ellas, recogidas de nuevo en estas sencillas y certeras sentencias de Lukas: «La búsqueda de uno mismo, el desarrollo personal, no pueden ser jamás la meta final de las aspiraciones humanas. Son, más bien, el corolario de una vida creativa y responsable».

Esencial y radicalmente no he de querer ser feliz, sino bueno.

Y es así como, además, seré feliz

El “secreto” de la felicidad

El huidizo secreto de la felicidad, la respuesta a quienes hacen cálculos sobre la manera más eficaz de asegurarse la propia dicha, consistiría, pues, en cambiarles radicalmente la perspectiva, animándoles a que se olviden de sí.

Porque ese ser buenos, al que aluden las palabras de Cardona que acabo de consignar, ni siquiera significa procurarse de manera explícita la propia perfección: equivale, en sentido estricto, a esforzarse en amar a los demás… por ellos mismos, por su valía intrínseca (sin prestarnos atención a nosotros mismos).

Y digo esforzarse porque lo natural, lo que surge espontáneo de la propia naturaleza, y más y sobre todo de una naturaleza caída y en una cultura que alienta poderosamente la atención al propio yo, es quererse a uno mismo (y eso explica el llamado instinto de conservación de los animales y, a su modo, de las plantas).

Pero, en el hombre, su superior naturaleza culmina en libertad. Por eso, justo en este nivel y desde la perspectiva del ser libre, que le es más propia y específica, toda persona humana —varón y mujer— está llamada a amar a Dios y a los demás no sólo como a sí mismo, sino por delante de sí.

En cuanto libre, el hombre está llamado a amar a las demás personas antes que a sí mismo

Amor «natural» y amor «electivo»

◦ Con amor natural, podríamos decir, cada hombre se quiere a sí mismo, de forma inevitable, más y antes que a los demás.

◦ Pero este no es todavía el nivel humano o personal más estricto, constituido por la libertad (y el espíritu, en el que formalmente la libertad se ancla o sustenta).

◦ Por eso, con el amor que deriva de esta, y que podríamos llamar libre o electivo —es decir, con el amor que responde a su superioridad en el ser, a su condición personal—, la persona humana ha de querer no sólo a Dios, sino también a sus semejantes, antes y más que a su propio yo.

El orden del amor electivo sería: Dios, los demás, yo

Bueno, no listo, y menos aún… «listillo»

Lo afirma la sabiduría popular, aunque no sea del todo consciente del alcance de lo que sostiene.

◦ Cuando un hombre se ama a sí mismo, cuando busca y consigue su propio beneficio, lo calificamos, no tanto como bueno, sino como listo (o, en ocasiones, y tal vez con más frecuencia, al menos en España, como listillo).

◦ Cuando, por el contrario, persigue y realiza el bien de los demás y contribuye eficazmente al desarrollo y felicidad de sus semejantes, le aplicamos con toda razón el calificativo de bueno.

◦ A su vez, a quien se odia a sí mismo, provocando de manera intencionada su propia desventura, le reservamos la denominación de tonto —o de otras similares o más fuertes que pone a nuestra disposición la psiquiatría—, pero no, en sentido estricto, la de malo.

◦ Sino que llamamos malo a quien, en provecho propio y con plena advertencia, no le importa infligir un mal a quienes le rodean, con tal de lograr lo que desea para sí.

Llamamos bueno a quien procura el bien…

de los demás

La medida del amor…

El amor, por tanto, el auténtico amor, , según acabamos de ver, se mide en relación a los otros, no a uno

mismo.

Y aquí se impone una opción definitiva, aunque pueda ser traicionada en ocasiones (y, entonces, a veces, rectificada): la elección entre uno mismo y los demás.

◦ Porque quien dirige todo su amor electivo hacia la propia utilidad y goce, de forma desordenada, es imposible que quiera a los demás como estos merecen ser queridos.

◦ Y viceversa: quien pone su máximo empeño en buscar el bien de los otros, ya no dispone, por decirlo de manera gráfica, de amor electivo para anteponerse a ellos y quererse desordenadamente: su entera capacidad de amar está dirigida hacia el bien de los demás.

El auténtico amor se mide en relación a los otros,

no a uno mismo

… y de la felicidad

Todo lo cual explica cómo y en qué medida quien efectivamente deja de buscar su felicidad, esto es, quien de veras se ocupa sólo del bien de los otros, por el simple ¡o sublime! hecho de cesar de perseguirla, se encuentra, como de bruces, con la dicha que no anhelaba (ni dejaba de anhelar: simplemente, no la tenía en cuenta).

Y permite entonces comprender por qué la felicidad, aunque sea consecuencia natural de la persecución del bien ajeno, del amor —en el sentido de que cuando de veras se ama, uno naturalmente es y se siente feliz—, presenta siempre el carácter de algo gratuito, praeter intentionem (más allá de la propia intención), no pretendido ni esperado, una especie de sorpresa: justo porque el hombre dichoso, atento a los otros, se desentiende eficazmente del propio bienestar.

Explica, asimismo, algo que tantas veces hemos experimentado: que la felicidad de una persona es directa y exclusivamente proporcional a la intensidad y calidad de su amor. Quien ama mucho, es muy feliz; quien más o menos ama, es asimismo más o menos feliz; y quien no quiere o puede o saber amar, por más que triunfe en otros ámbitos de su existencia… es íntima y realmente un desgraciado, aunque con frecuencia se resista a reconocerlo y, más aún, a darlo a conocer.

La felicidad es directa y exclusivamente proporcional

a la categoría e intensidad del amor

A modo de resumen

Todo lo anterior también da razón, del motivo por el que, en cuanto se persigue la felicidad-dicha (desatendiendo la felicidad-perfección a través del amor), esta se escapa de nuestras manos. Porque la opción de amor electivo por el otro es incompatible con la opción (también electiva, libre) de uno mismo.

Con otras palabras: la fijación electiva en el yo —al perseguir con obsesión la propia dicha— se opone frontalmente a la elección amorosa del tú…, que es lo único que nos perfecciona y lo que producirá, de manera derivada y gratuita, como un don o regalo, la felicidad.

Quien eficaz y efectivamente deja de buscar su felicidad…

se encuentra, sin esperarlo, con la dicha que no anhelaba

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